Publicado en CIPER Académico, 8 de agosto de 2020.
El rechazo liberal es un oxímoron
En los últimos días se le ha dado amplia cobertura, en ciertos medios, a las afirmaciones de algunas figuras de la autoproclamada centroderecha (EVOPOLI en particular) que se habrían sumado, o estarían por hacerlo, a las filas del rechazo. Por supuesto nada de eso sería novedoso salvo por dos cuestiones llamativas: varias de esas figuras aprobaban, en un principio, el itinerario constituyente y algunas declaran de ser liberales. La primera circunstancia, aunque novedosa, no merece mayor comentario. Cualquiera puede, por las razones que sea, modificar su intención de voto y, si bien podemos discrepar, votar apruebo o rechazo en octubre son decisiones legítimas, democráticas y cumplen las reglas del juego. La segunda sí me parece relevante y motiva las líneas que siguen. ¿Puede existir algo así como un “rechazo liberal”? Argumentaré que, conceptualmente y conforme a la propia autocomprensión de la tradición liberal, tal postura es un oxímoron, es decir, una contradicción en sus propios términos.
El liberalismo es la teoría moral y política de la modernidad. Se erige como un proyecto que pretende construir un marco conceptual, moral y político para una sociedad que se reconoce como moralmente individualista. Este programa se sustenta en una inédita concepción de la persona que solo pudo surgir como la reacción del hombre y la mujer modernos a una coyuntura histórica: la desintegración de la cristiandad medieval. Así pues, el liberalismo se autocomprende como una indagación acerca de los principios que permitirían la convivencia entre sujetos con concepciones diversas, o incluso opuestas, sobre el sentido de la vida y del mundo. La noción de la naturaleza humana que caracteriza al liberalismo no es más que un reflejo de la experiencia inequívocamente moderna de seres arrojados a sí mismos que, despojados de toda directriz heterónoma, deben buscar individualmente el sentido a sus vidas.
Entendido de este modo, el liberalismo es, de la mano de Gray[1], una tradición que comparte una imagen común del ser humano y de la sociedad que suscribe las siguientes tesis centrales: a) es individualista, puesto que afirma la primacía de la persona frente a exigencias difusas, colectivas o agregativas; b) es igualitario, en cuanto confiere a todos los seres humanos el mismo estatus moral; c) es universalista, pues entiende que sus pretensiones aspiran a ser las propias de toda la humanidad, trascendiendo las culturales específicas; y d) es constructivista, o sea, plantea que una teoría de la justicia social es el resultado de un acuerdo sobre las razones que los sujetos darían, si estuvieran en condiciones adecuadas de deliberación. Así, por ejemplo, si todos los que leemos CIPER fuéramos una comunidad política, lo justo sería el resultado de deliberaciones entre todos, aceptando esa conclusión no por su contenido, sino porque se apegó al procedimiento adecuado. No sabemos la verdad, pero sí podemos aceptar como si fuera verdad el acuerdo construido al interior de un procedimiento bien diseñado.
Con todo, aunque pudiéramos concordar que los autores liberales comparten, en algún sentido, las tesis recién mencionadas, las discrepancias históricas dentro de esta tradición de pensamiento podrían tornarse bastante estridentes en muchos casos. Así, por ejemplo, la idea de igualdad consustancial al liberalismo admite muchas interpretaciones, por cuanto exige que sea definida, previamente, la propiedad que será distribuida igualitariamente: para algunos será el goce de un conjunto de libertades y derechos sobre el propio trabajo y la propiedad[2], para otros una distribución igual de recursos[3] y para otros tantos un reparto equitativo de los bienes primarios[4]. Tampoco nos ofrece mucha luz el carácter individualista del liberalismo, puesto que también admite muy variadas interpretaciones metodológicas y sustantivas que son, incluso, fuertemente contradictorias entre sí[5].
Sin embargo, en el panorama actual de la filosofía política hay un amplio consenso de que el liberalismo como doctrina moral y política reposa en una versión más o menos fuerte de las siguientes tesis: a) una defensa de la idea que la moral se construye por reglas que serían aceptadas por cualquier persona racional y razonable; b) postular una prioridad de la justicia y de los derechos individuales como independientes de las concepciones de la vida buena; c) la exigencia de que los principios morales sean indiferentes o neutrales respecto de los fines privados que cada persona pueda darse para sí en ejercicio de su autonomía, o, lo que es lo mismo, adhiriendo a una postura tolerante respecto de la moralidad personal; d) entender que los destinatarios de los principios y reglas morales son prioritariamente los individuos, negando a la comunidad o entes colectivos, en todo caso, la calidad de agentes morales equivalentes; y e) el desasosiego, derivado de su particular concepción de la persona, ante las profundas desigualdades sociales consecuencia de los talentos y las circunstancias sociales inmerecidos y, por lo tanto, por la justificación, aunque sea modesta, de una redistribución de los recursos y de las oportunidades en forma equitativa[6].
La caracterización apuntada cumple una función taxonómica útil: permite separar aguas con el libertarianismo, por ser una teoría que solo se ocupa de la libertad en un sentido formal y con el neoconservadurismo, por centrarse solo en las libertades económicas, olvidando que buena porción de ellas tiene que ver con la autonomía moral (paradigmáticamente ilustrativas son las disputas en torno al aborto y la eutanasia). Pero, más allá de esa cuestión, lo realmente importante -para el tema que nos convoca- es comprender el alcance del modo en que el liberalismo erige su aparato justificatorio. Para la tradición liberal, una concepción de la justicia pretende echar luz sobre el modo en que las principales instituciones sociales distribuyen los derechos y determinan el reparto de los beneficios y las cargas que surgen de la cooperación social.
Así, la constitución política y los más importantes arreglos sociales y económicos forman parte de ella. Pero ¿cómo arribamos a esa concepción de la justicia? El liberalismo no cree que existan principios o valores morales verdaderos, solo defiende la corrección o racionalidad de tales principios. De manera muy sintética, se puede decir que la idea central del constructivismo ético es que los principios morales no están fuera de nuestras preferencias como una realidad independiente, sino que los inventamos, los creamos y su justificación pende de presupuestos procedimentales dentro de la práctica social en cuyo contexto se formulan. O, siguiendo a Rawls, el constructivismo sostiene que la objetividad moral ha de entenderse en términos de un punto de vista social adecuadamente construido y que todos puedan aceptar. Fuera del procedimiento donde se construyen principios de justicia, no hay hechos morales[7].
Presentada la fundamentación del liberalismo, me concentro ahora en su aplicación política. Como sostiene Scanlon, la principal tarea del liberalismo, como doctrina política, es proveer una solución al problema de la estabilidad con el fin de mostrar que el argumento a favor de una concepción de la justicia puede ser concluido de un modo que sea compatible con el hecho del pluralismo constitutivo de las sociedades modernas[8]. Es decir, y por supuesto nuestro país no escapa a esta realidad, las sociedades contemporáneas se caracterizan por una fragmentación cada vez más agudizada de modos de pensar contrapuestos entre sí, que aspiran, más encima, a ser hegemónicos. ¿Cómo ordenamos estas Babeles modernas?
El problema político fundamental del liberalismo es, entonces, la legitimidad. Sostener que una constitución (o una ley) es legítima no equivale a señalar que todos los ciudadanos razonables están de acuerdo con ella. Esto es lo que hace a la legitimidad una cuestión tan compleja e interesante. Lo que realmente nos tiene que preocupar en una democracia constitucional vibrante y abierta es cómo, cuando una constitución (o cualquier otra regla pública) ha sido correctamente aprobada, es obligatoria para todos los ciudadanos, incluso respecto de aquellos ciudadanos que razonablemente pueden diferir.
Este es el problema de la estabilidad por las razones correctas. Dichos en términos más generales, el problema liberal es cómo organizar la coexistencia entre personas con diferentes –y muchas veces contrapuestas- concepciones del bien. El desafío para el liberalismo es defender el pluralismo no porque considere eventualmente que la diversidad sea especialmente valiosa en sí misma, sino porque sostiene que no podría ser erradicada sin el uso opresivo del aparato estatal.
Si la cuestión de la legitimidad del orden institucional es la principal preocupación política del liberalismo, cabe preguntarse ¿qué razones podría tener un liberal para oponerse a un proceso constituyente como el chileno? Mi respuesta es que no las hay. Solo encontraríamos conjeturas extremadamente débiles que parecen, en última instancia, alimentadas por el miedo o por un prejuicio difuso contra la ciudadanía.
El punto no es trivial. Como se sabe, el proceso constituyente que comenzará en octubre contempla un plebiscito de entrada, la elección de los miembros de la convención constitucional (paritaria, con participación de independientes y probablemente con reserva de escaños para pueblos indígenas) y un plebiscito de salida. El diseño es tan impecable que no ha habido otro proceso igual en todo el mundo. Un liberal, ocupado más del diseño que del resultado, debería sentirse muy complacido y cómodo con este procedimiento.
Como los liberales no creen que existan verdaderas morales independientes del propio mecanismo de deliberación y, dado que éste se aproxima al ideal, se verifican como nunca en nuestra historia las condiciones que aseguran que el problema de la legitimidad sea adecuadamente resuelto. Argumentar que el contexto social es perjudicial, que el clima de crispación y de supuesta polarización es contraproducente no pasan de ser excusas baratas y muy poco liberales.
En efecto, los liberales han despreciado el contexto siempre (con buenas o malas razones), intentando abstraer el desafío del diseño del autogobierno colectivo de la historia y de las decisiones sustantivas. Es llamativo que justo ahora que estamos ad-portas de un proceso constituyente en el que los convencionales se parecerán, lo más posible, a los agentes que regatean en la posición original, algunos liberales se vistan con ropajes ajenos. Parece muy poco creíble que, de pronto, importa más el contenido que el procedimiento y el contexto más que los principios abstractos. Los liberales que llaman al rechazo habrán perdido una oportunidad única de comportarse como liberales.
[1] Gray, John (1994): Liberalismo, Alianza, Madrid (traducción de María Teresa de Mucha) pp. 10-12. Más recientemente Gray ha sido muy crítico con el liberalismo, especialmente por su incapacidad de ofrecerle algo atractivo a la ciudadanía y, en ese sentido, compartir culpas con otras doctrinas e ideologías en el auge de los populismos demagógicos. Véase aquí
[2] Nozick, Robert (1974): Anarchy, State and Utopia, Basic Books, 1974.
[3] Dworkin, Ronald (2000): Sovereign Virtue. The Theory and Practice of Equality, Harvard University Press.
[4] Rawls, John (2002): La Justicia como equidad. Una reformulación, Paidós, Barcelona (traducción de Andrés de Francisco).
[5] En nuestro medio es destacable el intento sistemático de Cristóbal Bellolio de darle cierta unidad al relato liberal. Véase su último libro Bellolio, Cristóbal (2020): Liberalismo: una cartografía, Taurus, Santiago. Para una visión panorámica de las diferentes teorías de la justicia más allá del liberalismo, puede verse Squella, Agustín, Villavicencio, Luis y Zúñiga, Alejandra (2012): Curso de filosofía del derecho, Editorial Jurídica, Santiago, pp. 165-279.
[6] Sobre la cuestión de cómo deben distribuirse las cargas y los beneficios de la cooperación social, versan buena parte de las disputas al interior del propio liberalismo, ya sea porque la teoría aparece como escasamente liberal o insuficientemente igualitaria. Véase Anderson, Elizabeth (1999): “What Is the Point of Equality?”, en Ethics, N° 109. También Aguayo, Pablo (2018): Reconocimiento, Justicia y Democracia. Ensayos sobre John Rawls, Cenaltes Ediciones, Viña del Mar. En Chile merece atención el esfuerzo de Brieba y Velasco por terciar, desde una perspectiva no solo académica, sino sobre todo política, en esta batalla interminable al interior de la tradición liberal. Véase Brieba, Daniel y Velasco, Daniel (2019): Liberalismo en tiempos de Cólera, Debate, Santiago.
[7] Rawls, John (1986): Justicia como equidad. Materiales para una teoría de la justicia, Tecnos, Madrid (traducción de Miguel Ángel Rodilla), p. 140.
[8] Scanlon, Thomas (2003): “Rawls on Justification”, en The Cambridge Companion to Rawls, Samuel Freeman (ed.), Cambridge University Press, pp. 139-167. En el mismo libro puede verse también Dreben, Burton (2003): “On Rawls and Political Liberalism”, pp. 316-346.