Publicada originalmente en El Mostrador
Con sorpresa nos hemos enterado que la ONG Comunidad y Justicia, a través de su director ejecutivo, el abogado Tomás Henríquez, presentó una querella por prevaricación en contra de un juez suplente que dictó una resolución histórica en la lucha por la consagración legal del derecho que tenemos todos los seres humanos a reconocernos en nuestra identidad de género y exigir a los demás que también la reconozcan. Dicho fallo autorizó, a fines de 2016, que una persona trans pudiera convertirse legalmente al género que ella misma y todos los que la conocen tienen claro hace tiempo: una niña que solo quiere ser feliz. Esa identidad de género la ratifican los testimonios totalmente uniformes de peritos y de sus familiares directos.
Ante evidencias tan claras el juez hizo su trabajo, es decir, interpretó sistemáticamente el ordenamiento jurídico e incorporó a su argumentación las reglas, los principios y las directrices de los tratados internacionales de derechos humanos pertinentes para llegar a un fallo plausible como, dicho sea de paso, vienen haciendo varios tribunales del país.
Por ello, resulta tan contraproducente y grave, para la independencia de los tribunales, que la Corporación Comunidad y Justicia se haya querellado por prevaricación. Esto, por dos razones fundamentales: a) no se cumplen los requisitos del tipo penal del artículo 223 del Código Penal, que exige que la resolución se dicte a “sabiendas contra ley expresa y vigente”; y b) la querella solo busca amedrentar a jueces y juezas. No se trata de estar de acuerdo o no con el fallo del juez, Comunidad y Justicia pudo haber presentado recursos contra la sentencia y puede criticar públicamente el fallo hasta el hartazgo. Lo que no debería hacer es usar una herramienta penal con fines políticos espurios.
El delito de prevaricación demanda intencionalidad y no nada más una interpretación del derecho que les pueda parecer jurídicamente incorrecta a los querellantes. No es muy difícil prever lo grave que significaría para la conducta futura de jueces y juezas verse expuestos a una persecución penal cada vez que a alguien no le gusta el fundamento jurídico de un fallo. Cualquier abogado, incluido Tomás Henríquez, sabe que esta querella no tiene futuro alguno y que es muy probable que sea desechada con costas.
¿Qué pretende, entonces, Comunidad y Justicia? Desde luego, busca figuración pública. En ello no hay nada reprochable. Todos los que estamos interesados en asuntos públicos tenemos la justa aspiración de posicionarnos ante la ciudadanía a propósito de un debate relevante. El problema es que la estrategia elegida para encauzar esa legítima aspiración es absolutamente inapropiada. No solo en la forma como ya se indicó, un desacierto jurídico, sin dudas, sino que, especialmente, en el fondo, ya que utiliza retóricamente el lenguaje de los derechos humanos para alentar, en verdad, su restricción o vulneración.
Por último, el actuar de esta corporación es moralmente reprochable porque abre una nueva herida en la historia de una familia que ha enfrentado el enorme y valiente desafío que implica aceptar la identidad de género de su hija. Todavía resuena el eco de la amarga queja de la madre de la niña: “Con qué derecho se mete[n] en nuestras vidas”. Prevaricar en una de sus acepciones significa desvariar, esto es, decir locuras o despropósitos. Los únicos culpables de prevaricación en este episodio han sido los integrantes de Comunidad y Justicia. La ciudadanía los juzgará.
Comunidad y Justicia se presenta como “una corporación sin fines de lucro con el objetivo de defender y promover el respeto a los Derechos Humanos y el Estado de Derecho en Chile”. Al lector probablemente le interesará conocer las causas en las que se ha visto involucrada esta corporación para “defender y promover” los derechos humanos. Veamos algunos ejemplos: recurrieron contra las tomas en el Instituto Nacional, denunciaron a la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile por realizar un taller sobre el uso del misoprostol y presentaron un recurso para impedir la distribución del libro Nicolás tiene dos papás. Todos estos intentos tuvieron paupérrimos resultados, pero lo más relevante es que ninguno de ellos tuvo como finalidad “defender y promover los derechos humanos”, sino restringirlos.
Ahora se abalanzan sobre un juez porque, eventualmente, habría sido demasiado entusiasta en interpretar el derecho, o sea, habría hecho activismo judicial. Este tipo de razonamiento es muy llamativo para una ONG que se autodenomina “promotora” de los derechos humanos. ¿Se imagina, el lector, al movimiento de derechos civiles y políticos en EE.UU. denunciando, en la década de los 60, a la Corte Suprema por ser muy activa judicialmente en la protección de los derechos humanos? Probablemente, si así hubiera sido, la segregación racial todavía estaría vigente en el país del norte.
Comunidad y Justicia, que, paradójicamente, forma parte del Registro Público de instituciones de la sociedad civil que participan en la elección de cuatro de los consejeros del Instituto Nacional de Derechos Humanos, se inscribe en una nueva ola de conservadurismo que podemos, con razón, calificar como ideológicamente tramposa. O sea, que se cubre con ropajes conceptuales que no le pertenecen –que son ajenos a su identidad y en los que genuinamente no cree– solo con fines estratégicos.
La técnica de los derechos humanos se inscribe en la tradición moderna, esto es, aquella que rompe con el orden establecido de la sociedad estamental característica de la época premoderna. Su fundamento más fuerte es la autonomía, esa irrenunciable e incombustible aspiración emancipadora que descansa en la intuición irreductible de que cada persona, por sí misma, ha de ser soberana sobre su propia existencia. Ello no tiene nada de conservador, muy por el contrario, choca directamente con su ideario. Luego, es muy difícil que un movimiento conservador pueda sentirse cómodo promoviendo, ni menos expandiendo, los derechos humanos. El prontuario de Comunidad y Justicia no hace más que corroborarlo.
Desde el punto de vista jurídico, además, los derechos humanos no habitan un mundo de los conceptos que permita su lectura al antojo del individuo de turno. Al contrario, y a diferencia de ese acercamiento inadecuado y descuidado –común en parlamentarios y parlamentarias que se acercan a disposiciones jurídicas que establecen derechos humanos y creen que, a partir de sus palabras, pueden decir cualquier cosa–, los derechos humanos tienen un desarrollo al amparo de la comunidad internacional, una cierta comprensión desarrollada por los órganos que interpretan y aplican los tratados y, en especial, una historia. Esta es la misma que se ha identificado antes: la de servir como herramientas de emancipación y lucha para esos grupos a los que sus comunidades políticas –en verdad, una parte poderosa de ellas– les han dado la espalda.
Por último, el actuar de esta corporación es moralmente reprochable porque abre una nueva herida en la historia de una familia que ha enfrentado el enorme y valiente desafío que implica aceptar la identidad de género de su hija. Todavía resuena el eco de la amarga queja de la madre de la niña: “Con qué derecho se mete[n] en nuestras vidas”. Prevaricar en una de sus acepciones significa desvariar, esto es, decir locuras o despropósitos. Los únicos culpables de prevaricación en este episodio han sido los integrantes de Comunidad y Justicia. La ciudadanía los juzgará.