Publicado en Ciper Académico, 2 de enero de 2024
Mujer y cárcel en Chile: ¿quién cuidará de los niños?
María [el nombre es ficticio] se dedica a la agricultura en Cochabamba, Bolivia. Hace poco ha sumado a sus tres hijos pequeños un par de gemelas que, al momento de cruzar la frontera hacia Chile, tenían sólo 6 meses de nacidas. Gran parte del trayecto lo hizo a pie, con una de las gemelas en brazos, y a su espalda una mochila con algún tipo de droga que, le dijeron, tenía que dejar en Iquique a cambio de una pequeña fortuna de quinientos dólares. Pensó que iba a ser un viaje corto, y que valía la pena pues, como jefa de familia, estaría de regreso con recursos suficientes para alimentar a sus hijos y a su anciana madre.
Sin embargo, una vez en Chile fue detenida y encarcelada con su bebé. En Bolivia quedaron el resto de sus hijos al cuidado precario de su casi indigente abuela. Impedida de regresar a su hogar, les escribió una nota a los jueces: «Por favor, denme la expulsión para volver a cuidar a mis hijos. Soy primeriza, no sabía lo que traía. Estoy arrepentida».
Pero no hay excusa que valga para la ley penal en Chile, que ha sido configurada y es aplicada sin ninguna consideración sobre los efectos diferenciados de la prisión entre hombres y mujeres. Los legisladores chilenos parecen desconocer los estudios que muestran que, cuando el padre está preso, la mayoría de los niños y niñas continúan siendo cuidados por sus madres; pero cuando se trata de un encarcelamiento materno, los padres se hacen cargo solo en el diez por ciento de los casos. Es decir, al aplicar penas igualmente estrictas para mujeres y hombres, se castiga de diferente manera a hijos e hijas [WOLA 2016, pp. 35-36].
El crecimiento desproporcionado de la población carcelaria femenina a consecuencia de la Ley de Drogas (Ley 20.000) es bien conocido. Chile es el segundo país de América Latina con la más alta proporción de mujeres privadas de libertad (superado sólo por la Guayana Francesa), con un 7,9% de presas que, en su mayoría, cumplen condena por delitos tipificados en la citada ley. De hecho, antes de entrar a regir la Ley 20.000, el promedio anual de condenadas en prisión se mantenía relativamente estable en 1300 mujeres, situación que con posterioridad a su publicación aumentó progresivamente hasta más de 4000 mujeres al 31 de octubre del 2023, según datos de Gendarmería.
Ello se debe, principalmente, a la posibilidad que tienen las jefas de familia de realizar el tráfico «desde casa», permitiéndoles obtener recursos y seguir ejerciendo sus tareas de cuidado [UNDURRAGA y CÁRDENAS 2014]. Todos los estudios disponibles muestran que las mujeres involucradas en el negocio de las drogas lo están en el nivel más bajo de la cadena del crimen organizado, como pequeñas vendedoras o «correos humanos» (mulas). Ello significa que son fácilmente reemplazadas, y que su detención no tiene ningún impacto en la disminución del tráfico, la inseguridad ciudadana, la violencia ni la corrupción que el negocio ilegal genera.
Cuando en 2021 se discutió la reforma al artículo 34 de la Ley de Drogas los legisladores no vieron la necesidad de hacer uso de una justa perspectiva de género. Sin considerar el bajo nivel de participación de las mujeres dentro de la cadena delictiva, el impacto diferencial que tiene su encarcelamiento sobre las personas a su cuidado ni la situación de violencia y exclusión social y laboral que enfrentan, se descartó el uso de medidas alternativas a la prisión. Con ello, mujeres como María quedan expuestas a un daño irreparable para ellas y sus hijos, obligadas a cumplir extensas penas de cárcel, sin justificación criminológica ni penal alguna.
El principio de igualdad por diferenciación es el que justifica que usted y un millonario no paguen los mismos impuestos, o que un adolescente de 14 años no pueda votar ni obtener licencia de conducir. En otras palabras, nos obliga a tratar igual lo que es igual, y también distinto lo que es distinto. Por ello, una norma que no considera sus efectos diferenciados entre ricos y pobres, mayores o menores de edad, u hombres y mujeres, resulta injusta.
La mayoría de las mujeres privadas de libertad (el 89%) son madres y cuidadoras que se hacen cargo casi exclusivamente de sus hijos [JUSTICIA Y SOCIEDAD 2018]. Los estudios muestran cómo su privación de libertad impacta más negativamente a sus hijas e hijos que la de sus padres. Y si se trata de mujeres embarazadas, en periodo de posparto y lactantes, o de madres que viven en prisión junto a sus hijos —de los cuales son separadas cuando estos cumplen 2 años—, el daño es aún mayor. La cárcel rompe el vínculo con la madre, interrumpe los procesos de crianza e impacta enormemente a todo el núcleo familiar [CREWE et al. 2017]. Ese impacto es inmenso y, muchas veces, devastador y permanente; sobre todo cuando se trata de mujeres extranjeras [FERNÁNDEZ 2019].
Por ello, la primera consecuencia del encarcelamiento de una madre es la desprotección económica de sus hijos, lo que hace urgente transferir su cuidado a quien pueda o quiera realizarlo, en un contexto de inestabilidad residencial, desajuste escolar, problemas de salud, depresión, etc. [VALENZUELA et al. 2012, pp. 307-309].
¿Cómo se hace cargo de esto la política criminal de drogas en Chile? La respuesta es simple: no se hace cargo.
En 2011, la Asamblea General de la ONU aprobó las llamadas «Reglas de Bangkok»,, que exigen a los Estados priorizar la aplicación de medidas no privativas de libertad. En particular, la regla 53 señala que, «a las reclusas extranjeras no residentes, se las debe trasladar lo antes posible a su país de origen, en particular si tienen hijos en él, cuando ellas lo soliciten o consientan informadamente». A su turno, se insta a los Estados a no separar a las infractoras de ley de sus familias (regla 58) y que, cuando sea posible y apropiado, se impongan sentencias no privativas de la libertad a las embarazadas y las mujeres que tengan niños a cargo.Puesto que un derecho penal que se construye desde una mirada androcéntrica genera importantes efectos colaterales, hay países que han desarrollado políticas alternativas para mujeres extranjeras que terminan cumpliendo el rol de correos humanos de droga. Por ejemplo en España, para penas de menos de seis años la sentencia puede ser sustituida por su expulsión del territorio. En Argentina, la ley permite la expulsión de las extranjeras no residentes al cumplir la mitad de la condena [WOLA 2016, p. 22].
Finalmente, la Convención de los Derechos del Niño, en su artículo 3° exige al Estado dar una consideración primordial al interés superior del niño en todas las medidas que tomen las instituciones públicas o privadas. Al preparar una decisión que tenga repercusiones fundamentales en la vida del menor, se deberá justificar y documentar la consideración del interés superior del niño. Además, Chile está obligado (art. 8°) a respetar el derecho del niño a preservar su identidad, incluyendo la nacionalidad, el nombre y las relaciones familiares. Los Estados parte deben velar porque el niño no sea separado de sus padres contra la voluntad de estos, excepto cuando las autoridades competentes determinen que tal separación es necesaria en el interés superior del niño (art. 9°). Niños, niñas y adolescentes tienen derecho a vivir con sus familias, y el Estado debe prestar el apoyo necesario para que ello sea garantizado.
¿Consideraron nuestros legisladores los intereses de los niños al reformar la Ley de Drogas? Evidentemente que no. Para mujeres como María el impacto de la cárcel es feroz, pues, al ser extranjera, el daño para ella y sus hijos se multiplica [EPSTEIN 2014]. La distancia se hace insalvable cuando al muro de la prisión se le suma la barrera de la frontera, haciendo casi imposible mantener los vínculos con los hijos. Al tratar igual lo que no lo es, la reforma profundizó la injusticia e infortunio de los más vulnerables de la sociedad: las mujeres y los niños.